Dicen que las buenas experiencias de verdad pueden cambiarte la vida. De una manera o de otra, por suerte o por desgracia, personalmente esta experiencia se torna en un viaje de fin de curso. A Salou (Tarragona), del 24 de junio al 1 de Julio de 2010. Era un viaje soñado, mil veces planeado y en el que teníamos ganas de hacer tantas cosas que no sabíamos por donde empezar. Playa, piscina, discotecas, noches de hotel que se convertían cada una en una anécdota diferente que contar al llegar a Jerez... el paraíso para un grupo de estudiantes que veía recompensado su trabajo -de unos más que de otros- al terminar con éxito 4º de la ESO. Toda una vida juntos en un mismo colegio para acabar de la mejor manera, con unas merecidísimas vacaciones en las que esperábamos pasarlo mejor que bien... y así fue.
Conocí el Camp Nou, Port Aventura, la Sagrada Familia, conocí la hiperasombrosa ciudad de Barcelona y muchas más cosas que quedarán en mi memoria para siempre. Salir alas 8 de la mañana y llegar al hotel alas 8 de la tarde y luego, a disfrutar de la estancia en la 228, exceptuando los dos días que salimos de discotequeo por Salou. Cuántos recuerdos. Tener la obligación de dormir en los autobuses para reponer fuerzas y la tranquilidad de no tener ninguna obligación, no pensar en ninguna otra preocupación que la de estar con tus tres amigos disfrutando de larguísimas rondas de cartas acompañadas de algún que otro cubatita. Éso es vida. Pero nada es para siempre y lógicamente esa magnífica semana terminaría en algún momento, y en el avión de vuelta, además de pegar más de una cabezada por las horas de no-sueño acumuladas, pensaba en lo bien que me lo había pasado, lo bonito que había sido todo en esa semana paradisiaca y en lo difícil que será volver a vivir una experiencia tan, tan excepcional como la que tuve la suerte de sentir en mis propias carnes. Sin embargo, también tenía todo un verano por delante y creía que todo seguiría así de bien, pero en Jerez... Ni de coña. El haber conocido Salou, con su hotel, sus piscinas y sus cosas me causó el llamado síndrome postvacacional en su máximo exponente. Nada me parecía bien, todo me aburría, nada me divertía. Lo experimentado en tierras catalanas dejó huella en mí y me causó un trauma que parecía que nunca iba a desaparecer.
Esto que viene a continuación es un vídeo que hice yo mismo del mencionado viaje: